Hace algunos años, en d´interés se publicó un texto que se hizo con otros fines, no necesariamente periodísticos. Abordaba el tema de la muerte y tenía como escenario la historia minera en El Oro.

 

El tema da de sí para mucho. Hasta el escritor con menos habilidades tiene material de sobra, porque en él se conjuga tanto lo maravilloso como lo trágico. Es, a fin de cuentas, como si en una misma época y lugar se hubieran conjuntado elementos de una historia imaginada. Pero fue real; demasiado real. 

 

Fue por ello que en esta época de Día de Muertos me dije, ¿por qué no volver a aquello?

 

Y aquí vamos: Morir en El Oro es cosa seria, segunda parte.

 

Lunes de tianguis, lunes de muertos

 

 

Se hacían bolas. De verdad, se hacían bolas. 

 

 

Uno puede caminar en estos tiempos por el tianguis de El Oro y no pasa nada más que recibir uno que otro empujón, o que le pise los pies algún diablero despistado. Sólo los muy, pero muy desafortunados pierden el dinero a fuerza de bolseos. Son riesgos que dan risa.

 

 

Pero no siempre fue así. 

 

 

Los lunes de hace más de un siglo eran de color rojo y se llenaban de rezos. Estaban marcados con la urgencia de ocultar la muerte de alguien a fuerza de ruegos. Y que el cielo se apiadara de ese a quien, muchas veces, ni siquiera conocían.

 

 

Vean ustedes las actas que consignan la muerte de unos y otros, las que están guardadas en el Archivo Municipal. “5 de febrero de 1904, muerto por riña”, “11 de diciembre de 1907, asesinado por unos pesos”, “14 de marzo de 1909, se lo comieron los perros”.

 

 

La locura de los muertos era tanta y tan tupida que, a veces, por cosas que ni valían la pena, la gente se despedía de este mundo.

 

 

Lo que sí está confirmado es que los inicios de semana eran especialmente intensos. La noche del domingo a la madruga del lunes era de alto riesgo. Si había alguien con intenciones suicidas, ese era su horario ideal.

 

 

¿La respuesta para ello? No hay una sola. Son muchas. El alcohol, la marihuana, la soledad, la mujer del prójimo, la ambición, la pobreza, la herida de estar vivo, la gana inmensa de ser como Dios y acabar con todo.

 

 

Señoras y señores, disfruten sus lunes de tianguis. Tan modernos y tan sin muertos en la calle. 

 

Descansando en El Atorón

 

 

Todos nos vamos a morir, que ni qué.

 

 

A muchos, sin embargo, les preocupa qué va a pasar con su cuerpo luego de que eso ocurra. Dónde descansarán, cuánto costará la sepultura o qué tan caliente estará el horno donde serán cremados.

 

 

Por supuesto, hay lugares mejores que otros para eso del descanso eterno. Un bosque no es lo mismo que un feo cementerio urbano, entre pitidos de claxon o gritos de ambulantes.

 

 

Allá arriba, lejos del escándalo, está la colonia Manuel Doblado. ¿No la conocen? Ah, es que ese es su nombre antiguo. Ahora se llama Francisco I. Madero. ¿Tampoco les suena? Bueno, pues entonces llamémosle El Atorón, que es como la conoce todo el mundo.

 

 

Quien la viera hoy tan tranquila. Tan pacífica. De calles solas acompañadas por el sol. Pero hace mucho –años, años, años-, era un universo de ruido cotidiano, donde lo mismo se comerciaba en grandes tiendas, que se bebía y bebía hasta perder la noción de quien se era y aún de lo que no se pudo ser.

 

 

Ahí, en El Atorón, está el cementerio más emblemático de El Oro. Altos árboles le cubren la entrada e interior. Sombroso todo el año, es escenario para que quienes entran a visitar a sus difuntos sueñen con la forma en que se vive muerto en ese espacio.

 

Es panteón viejo. Inaugurado, junto con el Teatro Juárez en 1907, y ampliado dos años después, su tierra guarda lo mismo a mineros pobres que a grandes comerciantes orenses. Sus tumbas datan de la época de la bonanza minera y tiene entre sus sepulcros, esculturas que lo mismo enternecen de día, que aterrizan a quien las ve de noche. 

 

 

Cristos rotos y ángeles de alas partidas, son su enseña.

 

 

¿Cuánto tardarán las autoridades orenses en darse cuenta que, a todos los atractivos turísticos con los que ya cuenta El Oro, se le puede añadir una más?

 

 

El Atorón, sitio donde los mineros “se atoraban” entre las mil pulquerías, cantinas, billares, puteros, casas de empeño, baños de vapor, carnicerías tiendas, tienditas, tendajones y grandes almacenes que ahí se situaban, es parte de una historia que merece ser contada.

 

 

¿Turistas recorriendo el panteón y escuchando las historias pasadas que ahí se guardan?

 

 

¿Por qué no?

 

 

De pandemia en pandemia…o cómo sentirnos menos mal ante el COVID-19

 

 

Son millones las personas en este país que hoy viven el coronavirus a su manera. Puede que hayan perdido a un familiar. Puede ser, también, que estén en un hospital o en su casa, tratando de sentirse lo mejor posible ante este mal.

 

 

Luego viene lo económico. La baja de ingresos, el cierre de empresas, la pérdida de empleos. El acostumbrarse a que el mundo será así, por lo menos, a mediano plazo. Soñar con la llegada de una vacuna que, en realidad, se está tardando.

 

 

El panorama no es nuevo.

 

 

De acuerdo al censo efectuado en 1910, en El Oro vivían 21 mil 841 personas, de las cuales, por lo menos, el 60 por ciento radicaba en la cabecera municipal.  De este modo, con respecto al crecimiento sostenido, hacia 1918, en este municipio deberían ser, por lo menos, 30 mil personas las que vivían ahí, lo que lo mantenía aún como la potencia demográfica de la región.

 

 

Y entonces, durante la primavera de ese año, llegó la gripe española.

 

 

Las calles que hoy tiene El Oro conservan la arquitectura de esos años, pero no se acercan ni un poco al número de personas que por ellas andaban. El hacinamiento era cosa de todos los días, la suciedad en las calles, también. Las previsiones sanitarias tan modernas, eran conocidas en ese tiempo, pero menospreciadas. 

 

 

El panorama ideal para cualquier pandemia.

 

 

Sobre el centro urbano orense no tardó en llegar la enfermedad que ya minaba a México. 1918 fue para los habitantes un asunto de cuidado. Comenzaba con fuertes dolores de cabeza, luego se inflamaba la garganta y venían fiebres de 38 y hasta 40 grados. Y de ahí se desencadenaban vómitos, diarreas, hemorragias nasales, en la faringe o gástricas. 

 

 

El dolor, antes de morir, era demasiado.

 

 

Quienes lo vieron, y vivieron para contar este suceso, refieren la situación como algo terrorífico. No había carpinteros suficientes para elaborar las cajas destinadas al número de muertos que diario dejaba la gripa española. 

 

 

Los muertos, por cierto, ya no se podían sepultar en fosas particulares, así que mejor se optó por abrir zanjas colectivas y, así, democráticamente unidos por asuntos de un virus, unos y otros se iban abrazados de la misma muerte. 

 

 

Hubo quienes se salvaron, por supuesto. Quizá fue suerte o que Dios se apiadó de ellos. Como quiera que fuera, y ante lo caro que se volvieron los medicamentos como la quinina, se popularizaron los remedios basados en hierbas. Los más pobres confiaban en que, para combatir a la gripa española, no había nada mejor que el té de canela con alcohol de caña y mucho limón. 

 

 

Era la indefensión de entonces…Justo es la misma que vivimos ahora. 

 

 

Entonces ocurrió algo que parece demasiado actual. Por orden de las autoridades se cerraron cantinas, centros de reunión y el Teatro Juárez dejó de brindar espectáculos, las calles se fumigaron con sosa, criolina y azufre. Se ordenó no saludarse de mano ni beso, ventilar habitaciones y lavarse las manos constantemente. 

 

 

Aún con todo ello, la gripa española persistió en oleadas, primavera y otoño de 1918, y luego otra vez, con fuerza en la primavera de 1919, para después desaparecer. Ya entonces El Oro iba en declive demográfico. 

 

 

Hoy estamos a la mitad de otra pandemia. ¿Cuánto hemos aprendido?  ¿Cuánto nos resta por entender?

 

La Lotería del Minero

 

 

Un día, sin prisas ni nada por el estilo, hay que detenerse frente al mural que adorna el vestíbulo de la presidencia municipal orense. Es el “Génesis Minero”, obra de Manuel D´Rugama, mural que bellamente retrata aquello que se vivía a principios del siglo XX.Pero, al hacerlo, convendría escuchar lo que esa gente, esos mineros que ahí se quedaron estáticos, decían sobre sus condiciones de trabajo.

 

 

Podemos escuchar, por ejemplo, a un minero anónimo de esta región que en 1914 se dirige a Venustiano Carranza. En el Archivo General de la Nación se encuentra una carta en la que asegura: 

 

 

“Aquel Pueblo lo que necesita con urgencia es pan, para obtenerlo pide trabajo. Los minerales de El Oro y Tlalpujahua son dos centros riquísimos (…) a pesar de esto, las compañías tienen a los obreros trabajando (…) de nueve a doce horas dentro de la mina sin permitirles siquiera que bajen sus comidas a las 12 del día…”

 

 

Y todo fuera el hambre nada más. Pero no, el minero común, al bajar a túneles y socavones se jugaba la vida. Muchos de los abuelos o bisabuelos de los actuales orenses fallecieron como consecuencia de las deplorables condiciones de trabajo que ahí existían.

 

 

Dejemos que sea el Inspector Enrique de la Torre, llegado de la Ciudad de México, quien el 20 de noviembre de 1914 describe cómo era trabajar en cualquier mina de la zona.

 

 

“Los peligros a los que están expuestos los mineros comienzan desde que bajan a la mina, porque se exigen que las balsas (especie de canastilla por donde descendían los mineros) estén llenas de gente, al grado de asfixiarse e ir rozando con sus ropas las paredes (…) También está el peligro porque la compañía emplea malacateros (personas que subían o bajaban las balsas) borrachos que son baratos y no obedecen los toques de “parada”. El día 8 de este mes fue despedazado un operario por las balsas, manejaba el malacate uno de estos borrachos”.

 

Y más adelante se lee:

 

 

“Hace unos meses fueron despedazados 4 hombres por las mismas balsas (…) sus restos no alcanzaron ni a llenar un cajón de 10 por 40 centímetros. Otro peligro dentro de las minas es que los alambres conductores de energía eléctrica no están bien aislados, también la economía de madera (para apuntalar los túneles) ha ocasionado muchas pérdidas humanas (…) en un solo día se han muerto 18 operarios mexicanos (…) me limito a decir que hasta por falta de ventilación se mueren en las minas”.

 

 

Otra vez veamos el “Génesis Minero” y una vez más pensemos en que las compañías mineras tenían “hospitales” que de ello sólo tenían el nombre, ya que decían los que ahí iban a parar que más parecían “destazaderos de carne humana”. El premio de la ignominia lo tenía la compañía El Oro Mining Railway Co. LTD, que destacaba por el pésimo sitio en donde “atendía” a sus empleados.

 

 

Acorde a registros de la época, cada compañía minera, en promedio, reportaba 194 heridos y 281 enfermos mensualmente. Es decir, en las minas de El Oro había, por lo menos, 6 personas accidentadas a diario.

 

 

Y quedaba aún un riesgo más. La muy lenta muerte por silicosis, el mal de las uñas negras.

 

 

Hacía mediados del siglo pasado, aún en El Oro había personas que padecían el mal de las minas, la silicosis que les iba robando poco a poco la vida de los pulmones, a fuerza de ahogos, tos, fiebre y mucho cansancio. 

 

 

 

Ese era el último regalo de ese empleo. 

 

 

En la lotería de males que aquejaban a los mineros de esa época, cualquier carta era perdedora. Y aun así, hay quien quiere hacer estatuas de Porfirio Díaz. 

 

 

Sea por Dios.  

 

 

*Con información de distintas monografías orenses, así como del trabajo propiedad del Maestro Gustavo Bernal Navarro “Notas y Apuntes Sobre La Mina Las Dos Estrellas”.

 

*Agradecemos al señor Alejandro Carreño Rosales y al Museo Virtual El Oro la facilitación de las fotografías que ilustran el presente reportaje.